Últimamente Melpómene no escribe nada. Está en calma, vaga a través de los días sin punzadas de pánico y angustias voraces. No pisa charcos de plata, ni aúlla a la luna, ni reta a los secadores, ni se hunde en corazones negros. A veces todavía tiene pesadillas aunque no caiga de edificios ni la acosen las arañas -hoy mismo ha sido perseguida por gatos negros en su propia casa-. Es la calma. Ahora a veces se baña en oro de otoño, su sombra opta por ello en vez de esconderse en las esquinas para acosarla desde ellas. Y los guisantes que desgranara una parca desdentada en una taberna de puerto han acabado en una lasaña, excusa para compartir velada con amigos. Es la calma.
Melpómene sabe que el mar es así, sube y baja, se aíra y se calma... Al menos mientras siga ahí y no se seque. Y de momento, decide, se limitará a seguir adelante, procurando no pisar más caracoles, porque ha comprobado que eso puede llevarle a pensar en lo estúpido que es buscar vida extraterrestre inteligente. Que bastante tenemos con lo que tenemos.