viernes, 9 de marzo de 2007

Ensayo, alucinación o efecto de un kellog en mal estado, todavía no sé

Y aquí está mírelo. Al fin lo encuentro señor mío, qué preocupación nos ha hecho usted pasar, pero mire: si aún me tiemblan las manos del desasosiego, qué incertidumbre, Señor, Señor. Y nos ha hecho buscarle por toda la casa, removiendo cuadros y alfombras... hasta debajo de las faldas de señoras y muchachas hemos tenido que mirar -y no porque nada nos hiciese pensar que usía se metería voluntariamente allí, no me malinterprete... pero todo podía ser: un tropiezo, cae, se engancha en una enagua, puede pasar-. Sea usted consciente del alcance de sus actos: hemos removido cielo y tierra, y estando en ello hemos descubierto más amantes en armarios y baúles que pipas tiene un girasol -ha habido que dejar de verlos después de los cuatro primeros, ya sabe, para no quedarnos sin servicio carnal y que no corra la voz de que está la casa convertida en un burdel, antro de perdición, Babilonia inglesa-. Y aquí lo encuentro, durmiendo plácidamente bajo una col. ¡Desaprensivo! como si no supiese que por aquí campan a sus anchas esas voraces tortugas rojas de dientes afilados que devoran las coles sin pararse a mirar lo que hay debajo; a estas alturas podría estar en el estómago de una de ellas y haber acabado después en la sopa de diario, sorbido por su señora, las doncellas, los criados, y los amantes de unos y otros -salvo de su señora, salvo de su señora, líbreme el cielo de sugerir...-

El hombre no se mueve un ápice; parece no haber oído. Los ojos cerrados. Si acaso parece temblar ahora un poco, quizá por desprotección: echa de menos el peso de la col sobre sí, siente el viento frío y la humedad de las últimas horas del día.

Levántese, vamos, antes de que se cierre la noche y se borre el camino y nos perdamos en la niebla. Levántese: aunque mañana volviesen a poner el camino la casa podría no estar ya allí, cabe que no nos esperen.

Y ahora sí, entreabre los ojos sin mirar al hombre que le habla y, ensimismado en el infinito, ulula: -un fantasma- y alarga los brazos hacia arriba, manoteando como un bebé al que despojan de su chupete, buscando algo en el aire.

¿Un fantasma? ¿Y tanto escándalo por eso?¿Por haber visto un fantasma?. No es usted un chiquillo para asustarse de fantasmas. Ya sabe que están ahí, que pululan por la casa, que estaban antes que usted y que yo, que la casa es más suya que nuestra. Y qué, si no molestan, no hacen ruido, no despiden mal olor, nos sirven el té y nos acercan las pastas; son criados sin sueldo, no reclaman comida, ni cama, ni ropa, no se entretienen en murmurar, mudos testigos de lo que pasa... y sin baúles y armarios, deberían ser más de los que son, ahora que lo pienso. Sí... es una lástima, no son muchachas sanas de rollizas pantorrillas, eso es cierto... El hombre se ha vuelto viejo de repente, pone los ojos en blanco y se pliega sobre sí un momento, palmoteando puerilmente y dando pequeños brincos medio en éxtasis; son unos segundos, rápidamente se recompone. Vamos, deprisa: hay que volver.

Una risa algo desquiciada se alza desde el suelo, subiendo como a peldaños, alcanzando notas diversas, las frecuencias más graves y las más agudas; despega sus labios por fin el hombre de la col:
Idiota, idiota. Yo, yo, era yo... Cómo meterme bajo una col si no, piense, piense. Es usted un tonto, un mentecato, un simple, burro, pollino, asno -jumento que diría mi abuela, paréceme estar oyéndola- Trae el viento ahora una voz cascada de vieja: jumento, jumento. Tonto de capirote, debería saberlo ya... Me mataron ustedes, ayer en la cena -de aburrimiento-, se habrían percatado de haber callado un momento. Allí debe de estar todavía la carcasa de lo que era yo, sentada en el butacón, presidiendo la mesa. Pero no se lo reprocho, no, no; ni yo me di cuenta al principio (de lo aburrido que me tenían se me fue la cabeza a otra cosa y creo que no estaba presente cuando ocurrió). Me fui a dormir y me dejé atrás, y todo sin descubrir nada hasta esta mañana en el excusado, en medio justamente de las abluciones matinales -cómo he puesto todo, el suelo, el espejo, la pared... agua, agua por todos lados-

Silencio, silencio del primer hombre, joven al inicio, viejo después, ahora no sabemos –vivo aún, creemos-, que piensa y repiensa cómo no se les ocurrió buscar en el salón, puesto que han revisado minuciosamente cada esquina del caserón, la chimenea, la cocina, el corral, todas las habitaciones del servicio, cada armario, cada baúl, cada caja de costura...

Suelte ya mi col, mal rayo le parta; ya lidiaré yo con las tortugas, no serán peores que ustedes. Muerto ya no soy persona, no tengo derechos pero tampoco obligaciones, no hay vínculo matrimonial, mis hijos son huérfanos de padre -no hay hijos ni ilegítimos, ni legítimos que algo puedan reclamarme, por tanto-. Nadie me persiga: estoy libre de deberes; las leyes, los jueces, los abogados, nada pueden ya contra mí salvo, quizá, repartirse mi herencia; háganlo, sáquense los ojos como cuervos (que no se confíen: dejo viuda peor que ellos). No me importa, ahora me dedicaré a dormir bajo una col.

Y por fin el primer hombre reacciona y suelta el vegetal con cierta dejadez, se vuelve sin ver a la vieja que le señala desde una seta, y toma el camino a casa pensando que, al menos, ya no tendrá que volver al armario, que ahora tendrá un hueco en la cama de dosel, entre sábanas de raso -no sabe que el notario ha llegado allí primero; dejémosle, no se lo digamos aún.- Jumento, jumento, jumento, jumento; cantos le acompañan desde la seta en su marcha a través de la niebla.

Ridículo, sí completamente ridículo (es la col, que ríe con la felicidad de quien no sabe que la tortuga se acerca).

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